Cobardía

Relato por Cecilia Kleiman

Hace frío, por eso estoy preparando una sopa. Como la cocina se continúa con la sala de estar puedo seguir con mi tarea mientras vigilo a mi hijo. Me gusta verlo divertirse con sus autos y camiones de juguete. Los hace deslizarse hacia un lado y hacia el otro, desde el sillón a la heladera, en un circuito imaginario que vuelve a empezar una y otra vez con cada vehículo. 

Su circuito está bordeado por el mueble de la televisión y la bodega antigua, protegida por dos puertas altas de vidrio. Desde adentro las botellas parecen centinelas vigilando la sala de estar y al chico que se arrastra por el piso de madera. Un Jack Daniels que me regaló mi suegro, un vodka importado y un gin Heredero esperan hace meses alguna ocasión especial que nunca llega. 

Cuando escucho la voz de Belén, siento que algo me aprieta el pecho. Hace tiempo me viene pasando, desde que la alegría de encontrarme con ella en un bar, de cenar juntos en un restaurante se convirtiera poco a poco en un tedio obstinado y finalmente en aquella sensación opresiva.

Hace casi un mes que está en la cama, por eso a mí me toca hacer las tareas del hogar y cuidar de Mirko.

Belén quiere saber si me falta mucho porque quiere algo, y yo sé qué es. Entonces me apuro para terminar de cortar las verduras y ponerlas a hervir.

Primero empezó solo los domingos.  A la mañana no se levantaba de la cama y se quedaba así hasta el lunes a la mañana. Después los periodos comenzaron a prolongarse. Primero tres días, después cinco, después una semana y así sucesivamente.

Aunque aguantarle sus días de “relajación” me era difícil porque todo el peso de la vida recaía sobre mí, también la entendía y la apoyaba. Se merecía descansar. Cuando no estaba en la cama, hacía de todo por nosotros. Por eso, cómo no iba a apoyar el capricho de yacer en su dolce fair niente.

Cuando todo está en marcha, voy a buscar lo que Belén quiere. Las tengo en una caja de galletitas en el estante más alto de la alacena, a salvo de Mirko. Lo miro y vuelvo a disfrutar de ese vaivén tan divertido para él. Ahora musicaliza el derrotero de los autos con ruidos que hace con la garganta. Acelera y frena y acompaña los movimientos con su cuerpo. Hace chocar a un camión con un auto de carreras, mientras una camioneta los esquiva.

Lo veo acercarse peligrosamente a las puertas de la bodega y le digo que tenga cuidado. Sus brazos vuelan por el aire y los juguetes le siguen mientras él apoya las manos en el suelo y empieza a pegar patadas que pasan demasiado cerca del vidrio.

Mirko no me escucha, nunca lo hace. Le repito la advertencia, esta vez un poco más fuerte, mientras abro el tarro de galletitas para alcanzar lo que busco. Allí está el blíster. Las pastillas son unos circulitos azules que se esparcen en la mesa a medida que las libero con una leve presión.

Al principio no me gustaba tenerlas en casa, pero con el tiempo las aprendí a aceptar. De hecho, ahora soy yo quien se las consigo. La primera vez que me enteré de su existencia fue porque vi a Belén guardado algo en un neceser de forma sospechosa. Me llamó la atención que quiso disimular lo que estaba haciendo apenas entré en nuestra habitación.

Pero pronto no las tuvo que esconder porque se volvieron algo natural. Dejé de oponerme porque cuando las tomaba estaba menos irascible, menos agresiva, menos ansiosa.

Miro a Mirko una vez más debajo del Jack Daniels y el Heredero y le repito que tenga cuidado. Después empiezo a subir las escaleras.

¿Por qué tardaste tanto?, me dice, y yo le respondo que estaba cocinando. Me mira como si no le importara y apoya la cabeza en la almohada. Su mirada ausente se pierde en un rincón cualquiera.

¿No te gustaría comer con nosotros? …en el comedor. Mirko te extraña, digo con la inocencia de aquel que guarda un dejo de esperanza. Su expresión ahora denota desdén. Claramente no le importa lo que yo siento, ni el esfuerzo que tengo que hacer yo solo todos los días. Claramente solo le importa otra cosa. 

“Es muy difícil para mí verte así, quizás si intentaras, no sé, levantarte unos minutos aunque sea. Y así de a poco. Nadie te presiona”.

Su respuesta se limita a entornar los ojos. Después finalmente me mira pero no dice nada. El vacío en su expresión habla por sí mismo: la estoy perdiendo y no sé qué hacer para evitarlo.

Algo me inunda repentinamente el pecho y bajo la cabeza. Inclino mi tronco hacia ella y apoyo mi frente en su hombro.

Decime qué hacer. Hago lo que quieras. ¿Qué es lo que te haría feliz?

El silencio se adueña de la habitación por un rato y yo sollozo contra su cuerpo.

“No aguanto más”, le digo.

Belén no responde. Se da vuelta hacia el otro lado y me encuentro mirando su espalda. Yo coloco las pastillas azules sobre su mesita de luz.   

No me doy cuenta pero los minutos siguen pasando. Ella no se mueve de esta nueva posición y ahora soy yo el que miro al vacío, totalmente quieto, como en un trance, hasta que el silencio me aturde.

Pienso en Mirko. ¿Por qué no se lo oye?

Bajo preocupado para ver cómo está. Apenas desciendo los últimos escalones aparece su cabeza sobre el respaldo del sillón. Los autos y los camiones están esparcidos por el piso desde los pies de Mirko hasta llegar a la bodega.

¿Te aburriste de jugar?, le pregunto. Hace que no con la cabeza y luego vuelve a quedarse quieto.

Me paro frente a él y lo observo. Ya sus rasgos no son los de un bebé, sus ojos se profundizaron y el contorno de su rostro cobró cierta firmeza. Es todo un pequeño hombre.

Unos metros detrás de él, observo la olla que ya está haciendo un murmullo continuo y le pregunto a Mirko si quiere comer.

Esta vez su cabeza muestra un sí. ¿Va a venir mamá?, pregunta. Yo no le respondo, no porque no quiero, sino porque el nudo en la garganta no me deja. Antes de acercarme a la cocina paso delante de la puerta de vidrio, me detengo, dudo. Finalmente doy unos pasos hacia atrás y la abro.

Apago la hornalla y saco un vaso de la alacena. Lo miro unos instantes antes de llenarlo. En solo unos segundos el líquido me adormecerá la garganta, y no solo eso. Empino el vaso una y otra vez, quizás así el nudo se ablande un poco, se haga más soportable, aunque sea por un día o por un rato nada más.