Breve ensayo sobre la monotonía

monotonía

La secretaria revisaba unos papeles. Los acercaba a sus ojos mientras fruncía el ceño y después garabateaba algo con la lapicera. A la izquierda el guarda de seguridad protegía la puerta del ascensor.

Andrés miró hacia su derecha y observó las butacas que se extendían por la sala, ocupadas por hombres como él. Los tonos grises de sus sacos les daban una apariencia monótona que se mimetizaba perfectamente con el ambiente. Todos llevaban el mismo corte de pelo, prolijo y al ras, y una expresión entre el azoro y la preocupación.

Todos estaban pendientes de algo, de un conjunto de papeles o de su reloj y parecían estar repasando alguna lección. Nadie hablaba con nadie, aunque algunos murmuraban palabras que no llegaban a oídos de los demás, sino que simplemente se transformaban en un zumbido que se perdía en los sonidos del lugar: el teléfono sonando, los pasos de los funcionarios que circulaban, el ascensor abriéndose y cerrándose automáticamente como una gran boca esperando su próxima ración.

Se miró a sí mismo, a las mangas grises de su traje y revisó que todo estuviera bien, que la mancha de tinta cerca del puño no se notara. En efecto había logrado disimularla bastante. Solo esperaba que cuando le estrecharan la mano lo miraran a los ojos. Ese sería el momento más delicado. Con la otra mano se alisó la camisa. Corroboró que se mantenía planchada.

En el medio de la pared opuesta estaba la puerta. Su vidrio esmerilado no dejaba entrever más que sombras de colores. Cuando se adivinaba algún movimiento detrás de ella la sala parecía suspenderse. Los murmullos cesaban y todos miraban con atención, se arreglaban las corbatas, guardaban sus apuntes en el maletín, y tomaban una postura diferente, como si estuvieran a punto de correr una carrera y esperaran el sonido de la pistola para salir disparados.

Cuando el movimiento se detenía los hombres volvían a su ensimismamiento, pero mantenían siempre un ojo en la puerta. Porque cuando se abría, a alguno de ellos le podía cambiar la vida para siempre.

El aire de la oficina empezó a tornarse pesado para Andrés. Ya había perdido la noción de cuánto tiempo llevaba allí, pero debía ser mucho porque sintió que el hambre le comenzaba a morder el estómago y que sus músculos se aflojaban. Sintió un leve mareo y una necesidad fuerte de respirar otro aire. Pero dejar su puesto no era una opción, no a esa altura. Ya había llegado hasta acá. Había estado sentado en muchas salas, había observado muchas puertas.

Para aliviar la sensación de ahogo se desabrochó los dos primeros botones de la camisa y se sintió mejor. Cerró los ojos y se recostó en el respaldo de la silla, estirando las piernas. Aquel cambio de posición era un descanso para sus músculos entumecidos.  Más aliviado, cruzó los brazos y puso cada mano debajo de su axila opuesta y un pie sobre el otro.

Un silencio repentino le hizo abrir los ojos y ponerse en alerta. Recién ahora se daba cuenta de que la secretaria había estado hablando por teléfono, y su callar repentino evidenció tanto la presencia como la ausencia de esa voz.  Miró hacia el lado del escritorio y vio que tenía el tubo del teléfono suspendido en el aire. A su izquierda, el guarda se había adelantado unos pasos en la dirección de Andrés. Los dos habían dejado de hacer lo que estaban haciendo y lo miraban fijamente. 

En un principio, no le dio importancia. Se mantuvo en su postura un rato y esperó, mirándolos él a su vez, pero nada cambió. La secretaria colgó el teléfono y le clavó aun más los ojos, el guarda se cruzó de brazos.

Andrés no pudo sostener esas miradas. Finalmente enderezó la espalda, apoyó los pies en el suelo y se abrochó el botón de la camisa. Solo entonces la secretaria volvió a poner los ojos en sus papeles y el auricular en su oreja. El guarda volvió a su puesto y su mirada se volvió a perder en el recinto. Andrés, sin saber por qué, con la mano izquierda tapó la mancha de tinta de su manga derecha.

La oficina siguió su curso. Cada quien siguió actuando su rol sin salirse del lugar que le tocaba ocupar. Todo se desarrollaba en un equilibrio envidiable. Hasta los funcionarios que pasaban desde el ala contigua hasta el ascensor parecían ser siempre los mismos. Las mismas tres o cuatro personas con los mismos gestos y la misma vestimenta, y hasta en los mismos intervalos de tiempo. Como si hubiera una cinta transportadora por debajo del piso que los devolvía al lugar de donde habían venido.

Andrés seguía con la mirada cada una de las figuras hasta que eran tragadas por las fauces del ascensor. Todo terminaba igual cada vez, con la espalda del funcionario desapareciendo detrás de la puerta metálica, hasta que algo cambió. Esta vez el ascensor no estaba vacío. Había una mujer.

Sin poder creer lo que veía, Andrés la observó de arriba a abajo. Tenía el pelo negro, con un corte moderno que desembocaba en un cuello fino. Llevaba una blusa blanca holgada y de mangas largas. Con una mano sostenía una carpeta grande y más abajo una pollera roja le cubría hasta las pantorrillas.  

La habitación pareció detenerse a medida que ella entraba y buscaba su lugar entre los demás postulantes. Luego de un silencio breve los murmullos volvieron, pero ahora diferentes, un poco más agresivos y urgentes.

Algo había cambiado. Los postulantes intercambiaban miradas perplejas y comentarios. Algunos empezaron a juguetear nerviosamente con sus papeles, otros se cruzaban de piernas a un lado y al otro.

Mientras tanto Andrés la miraba no sin cierta fascinación. El color de su pollera hería la vista tanto como la atraía. La tela parecía tan suave que daban ganas de tocarla mientras caía por sobre sus pies y debajo de la carpeta que había puesto en su regazo.

Perdido en su contemplación Andrés no se dio cuenta de que la densidad del recinto estaba cambiando. Ahora los funcionarios no estaban entrando en el ascensor, sino que se detenían antes de entrar, quedándose como petrificados en su sitio, mientras la puerta automática se cerraba y se abría detrás de ellos inútilmente.

La secretaria había dejado el teléfono y los papeles para girar su silla hacia el lado de la mujer. Poco a poco, cada uno de los postulantes fue haciendo silencio, olvidándose de la puerta, abandonando las miradas furtivas entre ellos, como si fueran una audiencia expectante en un teatro.

Era como si el tiempo se hubiera detenido, como si la cinta transportadora se hubiera averiado. Dos, seis, ocho, hasta diez funcionarios se acumularon en la sala, mirando en dirección de la mujer.

Andrés se sintió muy incómodo. Todo dentro de él le decía que tenía que mirarla como todos los demás, pero no podía evitar alternar su mirada entre ella y los otros. La mujer bajó los hombros ligeramente y se retrotrajo, trayendo la carpeta blanca para sí, como si quisiera hundirla en su abdomen, y sus ojos se volvieron suplicantes. Comenzaron a buscar desesperadamente un rostro aliado.

La tensión se hacía cada vez más palpable. Ya la secretaria se había puesto de pie y el guarda se adelantó y se puso entre la mujer y los demás en actitud severa.

Andrés la miraba con lástima hasta que los ojos de ella se posaron en los de él, con un dejo de esperanza. Pero Andrés los apartó y bajó la cabeza.

Finalmente se levantó y tomó una postura firme y orgullosa, que contrastaba con el color rojizo que habían tomado sus ojos. Se abrió paso entre la gente y desapareció detrás del ascensor.

Como un globo que explota después de soportar su máximo nivel posible de aire, la oficina volvió a su devenir habitual, todos volvieron a sus roles pre asignados. Pero no Andrés, él ya no sabía si podría soportar permanecer allí quién sabe cuántas horas más.

Miraba fijamente la mancha en su manga y la tocaba insistentemente con el dedo. Recordaba el rostro de esa mujer y pensaba que podría haberla ayudado, que podría haber hecho algo. Solo miraba a la puerta del ascensor que se abría y se cerraba, a veces para nadie, inútilmente ya que los funcionarios pasaban de vez en cuando.

La sensación de ahogo había vuelto. Andrés se agarró la cabeza y se hizo un bollito, acercando su torso a sus piernas. Ya podía sentir a la secretaria colgando el teléfono, podía adivinar al guarda acercándose, podía percibir el rechazo de sus pares.

En un instante, dejó de pensar. Simplemente levantó la cabeza y vio la puerta abierta. Pronto haría un sonido y comenzaría a cerrarse. Las hojas metálicas ya estaban empezando a acercarse cada vez más. Pronto se tocarían. Andrés se levantó abruptamente y corrió hacia ella. Pasó justo.

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Cobardía

relato sobre la cobardía

Relato por Cecilia Kleiman

Hace frío, por eso estoy preparando una sopa. Como la cocina se continúa con la sala de estar puedo seguir con mi tarea mientras vigilo a mi hijo. Me gusta verlo divertirse con sus autos y camiones de juguete. Los hace deslizarse hacia un lado y hacia el otro, desde el sillón a la heladera, en un circuito imaginario que vuelve a empezar una y otra vez con cada vehículo. 

Su circuito está bordeado por el mueble de la televisión y la bodega antigua, protegida por dos puertas altas de vidrio. Desde adentro las botellas parecen centinelas vigilando la sala de estar y al chico que se arrastra por el piso de madera. Un Jack Daniels que me regaló mi suegro, un vodka importado y un gin Heredero esperan hace meses alguna ocasión especial que nunca llega. 

Cuando escucho la voz de Belén, siento que algo me aprieta el pecho. Hace tiempo me viene pasando, desde que la alegría de encontrarme con ella en un bar, de cenar juntos en un restaurante se convirtiera poco a poco en un tedio obstinado y finalmente en aquella sensación opresiva.

Hace casi un mes que está en la cama, por eso a mí me toca hacer las tareas del hogar y cuidar de Mirko.

Belén quiere saber si me falta mucho porque quiere algo, y yo sé qué es. Entonces me apuro para terminar de cortar las verduras y ponerlas a hervir.

Primero empezó solo los domingos.  A la mañana no se levantaba de la cama y se quedaba así hasta el lunes a la mañana. Después los periodos comenzaron a prolongarse. Primero tres días, después cinco, después una semana y así sucesivamente.

Aunque aguantarle sus días de “relajación” me era difícil porque todo el peso de la vida recaía sobre mí, también la entendía y la apoyaba. Se merecía descansar. Cuando no estaba en la cama, hacía de todo por nosotros. Por eso, cómo no iba a apoyar el capricho de yacer en su dolce fair niente.

Cuando todo está en marcha, voy a buscar lo que Belén quiere. Las tengo en una caja de galletitas en el estante más alto de la alacena, a salvo de Mirko. Lo miro y vuelvo a disfrutar de ese vaivén tan divertido para él. Ahora musicaliza el derrotero de los autos con ruidos que hace con la garganta. Acelera y frena y acompaña los movimientos con su cuerpo. Hace chocar a un camión con un auto de carreras, mientras una camioneta los esquiva.

Lo veo acercarse peligrosamente a las puertas de la bodega y le digo que tenga cuidado. Sus brazos vuelan por el aire y los juguetes le siguen mientras él apoya las manos en el suelo y empieza a pegar patadas que pasan demasiado cerca del vidrio.

Mirko no me escucha, nunca lo hace. Le repito la advertencia, esta vez un poco más fuerte, mientras abro el tarro de galletitas para alcanzar lo que busco. Allí está el blíster. Las pastillas son unos circulitos azules que se esparcen en la mesa a medida que las libero con una leve presión.

Al principio no me gustaba tenerlas en casa, pero con el tiempo las aprendí a aceptar. De hecho, ahora soy yo quien se las consigo. La primera vez que me enteré de su existencia fue porque vi a Belén guardado algo en un neceser de forma sospechosa. Me llamó la atención que quiso disimular lo que estaba haciendo apenas entré en nuestra habitación.

Pero pronto no las tuvo que esconder porque se volvieron algo natural. Dejé de oponerme porque cuando las tomaba estaba menos irascible, menos agresiva, menos ansiosa.

Miro a Mirko una vez más debajo del Jack Daniels y el Heredero y le repito que tenga cuidado. Después empiezo a subir las escaleras.

¿Por qué tardaste tanto?, me dice, y yo le respondo que estaba cocinando. Me mira como si no le importara y apoya la cabeza en la almohada. Su mirada ausente se pierde en un rincón cualquiera.

¿No te gustaría comer con nosotros? …en el comedor. Mirko te extraña, digo con la inocencia de aquel que guarda un dejo de esperanza. Su expresión ahora denota desdén. Claramente no le importa lo que yo siento, ni el esfuerzo que tengo que hacer yo solo todos los días. Claramente solo le importa otra cosa. 

“Es muy difícil para mí verte así, quizás si intentaras, no sé, levantarte unos minutos aunque sea. Y así de a poco. Nadie te presiona”.

Su respuesta se limita a entornar los ojos. Después finalmente me mira pero no dice nada. El vacío en su expresión habla por sí mismo: la estoy perdiendo y no sé qué hacer para evitarlo.

Algo me inunda repentinamente el pecho y bajo la cabeza. Inclino mi tronco hacia ella y apoyo mi frente en su hombro.

Decime qué hacer. Hago lo que quieras. ¿Qué es lo que te haría feliz?

El silencio se adueña de la habitación por un rato y yo sollozo contra su cuerpo.

“No aguanto más”, le digo.

Belén no responde. Se da vuelta hacia el otro lado y me encuentro mirando su espalda. Yo coloco las pastillas azules sobre su mesita de luz.   

No me doy cuenta pero los minutos siguen pasando. Ella no se mueve de esta nueva posición y ahora soy yo el que miro al vacío, totalmente quieto, como en un trance, hasta que el silencio me aturde.

Pienso en Mirko. ¿Por qué no se lo oye?

Bajo preocupado para ver cómo está. Apenas desciendo los últimos escalones aparece su cabeza sobre el respaldo del sillón. Los autos y los camiones están esparcidos por el piso desde los pies de Mirko hasta llegar a la bodega.

¿Te aburriste de jugar?, le pregunto. Hace que no con la cabeza y luego vuelve a quedarse quieto.

Me paro frente a él y lo observo. Ya sus rasgos no son los de un bebé, sus ojos se profundizaron y el contorno de su rostro cobró cierta firmeza. Es todo un pequeño hombre.

Unos metros detrás de él, observo la olla que ya está haciendo un murmullo continuo y le pregunto a Mirko si quiere comer.

Esta vez su cabeza muestra un sí. ¿Va a venir mamá?, pregunta. Yo no le respondo, no porque no quiero, sino porque el nudo en la garganta no me deja. Antes de acercarme a la cocina paso delante de la puerta de vidrio, me detengo, dudo. Finalmente doy unos pasos hacia atrás y la abro.

Apago la hornalla y saco un vaso de la alacena. Lo miro unos instantes antes de llenarlo. En solo unos segundos el líquido me adormecerá la garganta, y no solo eso. Empino el vaso una y otra vez, quizás así el nudo se ablande un poco, se haga más soportable, aunque sea por un día o por un rato nada más.